EL ANILLO PRODIGIOSO
La
ciudad de Aquisgrán guarda múltiples recuerdos del noble emperador Carlos, el
de la barba florida. Refiérense en ella
numerosas leyendas forjadas en torno a la figura del Primer emperador cristiano
occidental. De entre todas destacamos esta:
En cierta ocasión vio pasar Carlos junto a él a una hermosa dama de
irresistible y extraño atractivo. Prendado el Emperador, bien pronto llegó a
olvidar el reino, la corte y aun su propia persona, absorto en el amor de la
bella. Mas la señora cayó enferma; agravóse su dolencia, y murió. Los
cortesanos y consejeros de Carlos no disimulaban su alegría pensando que el
Monarca, curado de su locura, volvería en breve a sus egregias y arduas
ocupaciones. Vano fue su regocijo, pues Carlos, más y más entregado a su
insólita pasión, permanecía largas horas junto al cadáver, acariciando las
gélidas manos y contemplando el impasible rostro de la muerta, cuya belleza
comenzaba ya a ser mancillada por implacable corrupción.
Acongojados, los cortesanos recurrieron al arzobispo Turpín, que, tras estudiar con detenimiento el asunto, concluyó que en todo aquello tenía que haber magia de la más negra. Examinaron el cadáver, y... efectivamente: en la boca encontraron un extraño anillo. Lo extrajeron y al momento cesó el encanto. Carlos ordenó que se diera sepultura a los tristes restos de la dama, y con ellos quedó sepultada, igualmente, su pasión.
Mas no paró aquí la cosa. Desde aquel momento comenzó el Emperador a manifestar tanta afición a estar con Turpín, que el buen arzobispo optó por desprenderse del anillo, y cierto día lo arrojó a un profundo lago que se encontraba en las proximidades de Aquisgrán. Al momento, Carlomagno dejó de interesarse por la amistad de Turpín. Sus afectos se concentraron en el lugar que rodeaba el lago; hasta el punto, que desde entonces mostró una decidida preferencia por Aquisgrán, y en esta bella ciudad deseo vivir y morir.
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